TODOS SOMOS CONSUMIDORES
Hemos construido una civilización adicta que criminaliza selectivamente sus propias adicciones. Hemos creado un mundo en el que drogarse es una forma de soportar lo cotidiano.
Quizás nunca te has inyectado, ni te has escondido en una esquina para fumar algo ilegal. Pero tal vez no puedes empezar el día sin café. Tal vez tomas una copa para calmar la ansiedad, un ansiolítico para dormir, o una pastilla para mantenerte en pie aunque el cuerpo diga basta.
No hablamos solo de las sustancias que se venden en callejones. También están las que se compran con receta, las que se regalan en fiestas, las que se beben en cenas de negocios o en reuniones familiares.
Cuando se habla de drogas, se suele condenar desde el púlpito, con la etiqueta de “desviado o drogadicto”, o se idealiza al consumidor como si fuera un transgresor iluminado, pero ambas narrativas se equivocan.
No es solo una elección personal, se trata de un sistema que crea las condiciones para que esas sustancias se necesiten, circulen, y se castiguen o se aplaudan, según quién las consuma.
Nadie está del todo fuera.
Todos consumimos algo.
Algunos lo hacen para rendir más, otros para olvidar, otros porque no saben cómo llevar el peso del día sin una ayuda externa. Algunos lo hacen solos, otros entre amigos, muchos en silencio.
La imagen que tenemos del “adicto” ha servido para mantenernos cómodos, como si el problema estuviera allá afuera, en otros cuerpos, en otras vidas. Pero el consumo de drogas no es una desviación individual, sino un espejo del mundo que hemos construido.
Una historia de poder
La historia de cada sustancia lleva inscrita una historia de poder. El opio no se convirtió en problema cuando los chinos lo fumaban en sus ceremonias tradicionales, sino cuando el Imperio Británico decidió usarlo para quebrar la economía de la dinastía Qing. Las Guerras del Opio no fueron guerras contra las drogas, sino guerras por el derecho imperial a drogar poblaciones enteras con fines comerciales.
La coca tampoco nació siendo cocaína. Durante milenios, los pueblos quechua y aymara mascaron hojas de coca para resistir la altura, el frío y las jornadas extenuantes de trabajo. Era medicina tradicional, elemento ritual. La transformación en cocaína vino con la llegada de químicos alemanes a fines del siglo XIX, que aplicaron procesos industriales a saberes ancestrales para crear un producto que pudiera venderse en las calles de París y Nueva York.
El tabaco siguió un recorrido similar: de planta sagrada usada por pueblos originarios americanos en ceremonias de comunicación con los ancestros, pasó a ser mercancía de plantación cultivada por mano de obra esclavizada, hasta convertirse en el producto de consumo masivo que mató a más de 100 millones de personas en el siglo XX.
Cada sustancia que hoy consideramos «droga» tiene detrás una historia de despojo, extracción y transformación colonial.
La misma droga, distinto destino
En Portland, Oregon, el fentanilo ha convertido sectores enteros de la ciudad en campos de refugiados urbanos. Personas duermen en las aceras, rodeadas de jeringas y desperdicios, mientras los negocios cierran y los servicios sociales colapsan. La respuesta oficial oscila entre la compasión paternalista y la limpieza represiva, pero nunca aborda las causas: la crisis habitacional, la precariedad laboral, el colapso de los sistemas de salud mental.
En los Apalaches, comunidades enteras han sido devastadas por la crisis de opioides. Aquí la narrativa es diferente: se habla de «familias trabajadoras» víctimas de «corporaciones farmacéuticas inescrupulosas». Los mismos políticos que promueven mano dura contra el crack en los barrios negros urbanos, hablan de «tratamiento y compasión» cuando se trata de opioides en comunidades blancas rurales.
En los barrios latinos de Los Ángeles o en los guetos afroamericanos de Detroit, la misma sustancia es tratada como amenaza criminal que justifica patrullajes militarizados, arrestos masivos y condenas desproporcionadas. El sistema penitenciario estadounidense, el más grande del mundo, se alimenta principalmente de delitos relacionados con drogas cometidos por personas negras y latinas.
La cocaína que se consume en los baños de Wall Street es químicamente idéntica a la que se vende en las esquinas del Bronx. La diferencia está en que una financia bonos corporativos, la otra justifica la guerra urbana.
En Alemania, el óxido nitroso se vende libremente en supermercados. Los jóvenes lo inhalan en parques y festivales sin mayor escándalo policial. Su uso recreativo es tolerado porque proviene de sectores medios blancos y no amenaza ningún orden establecido. Si la misma sustancia fuera consumida por inmigrantes turcos o refugiados sirios, la respuesta sería radicalmente diferente.
Latinoamérica
México, Colombia, Perú, Bolivia viven una guerra que no eligieron. Sus territorios han sido convertidos en campos de batalla de una guerra química que beneficia a todos menos a ellos. Los campesinos cultivan coca porque es lo único que les permite sobrevivir en economías rurales devastadas por décadas. Los jóvenes se reclutan en el narcotráfico porque sienten que no tienen más oportunidades.
En Miami, Nueva York, Madrid, Londres se criminaliza la producción pero no su consumo. Es más fácil bombardear laboratorios en la selva colombiana que arrestar banqueros que lavan dinero en paraísos fiscales.
La «guerra contra las drogas» en América Latina ha dejado más de 300,000 muertos en México, ha desplazado millones de campesinos, ha militarizado territorios enteros y ha convertido el Estado en socio menor del crimen organizado. Todo esto para que las drogas sigan fluyendo con la misma facilidad hacia los países consumidores.
La cocaína que llega a Europa no baja de precio, no disminuye en pureza, no se vuelve menos accesible. La guerra funciona para todos menos para quienes dicen ser sus beneficiarios.
El consumo de drogas en el “primer mundo” florece porque el progreso material no ha traído bienestar psicológico, al contrario, ha multiplicado las sustancias que compensan sus carencias.
La farmacia de la supervivencia
La enfermera que depende de tres sustancias para aguantar su turno, el programador que recurre a microdosis de psicodélicos para forzar su creatividad, la jubilada que necesita medicación diaria para sobrellevar la soledad: ninguno de ellos aparece en los reportes sobre adicción.
El sistema económico requiere cuerpos disponibles 24/7, mentes optimizadas para la productividad, emociones reguladas para el consumo. Las drogas legales e ilegales, solo hacen posible esta exigencia imposible.
El consumo de antidepresivos se ha triplicado en las últimas dos décadas en países de la OCDE. El uso de estimulantes sin receta médica ha aumentado 350% entre estudiantes universitarios estadounidenses. El consumo de ansiolíticos entre mujeres trabajadoras ha crecido exponencialmente. Estas no son epidemias sanitarias, sino adaptaciones químicas a condiciones de vida inhumanas.
El mercado farmacéutico legal y el narcotráfico ilegal son dos expresiones de la mercantilización industrial del malestar. Ambos producen dependencia, ambos generan ganancias extraordinarias, ambos requieren poblaciones vulnerables para sostener su crecimiento. La diferencia está en los márgenes de ganancia y los mecanismos de distribución.
La doble moral de la regulación
¿Por qué el alcohol, que mata 3 millones de personas al año según la OMS, se vende en cada esquina, mientras que la psilocibina, que muestra resultados prometedores contra la depresión resistente, permanece ilegal en la mayoría de países?
¿Por qué el tabaco, que no tiene ningún beneficio médico reconocido y es la principal causa de muerte prevenible del mundo, se comercializa libremente, mientras que el cannabis, usado medicinalmente durante milenios, todavía genera controversia?
La respuesta no está en la farmacología, sino en la política.
Las sustancias legales
- Generan ganancias para corporaciones establecidas
- Son consumidas por sectores con poder político
- No amenazan el funcionamiento productivo
- Provienen de tradiciones culturales hegemónicas
Las sustancias ilegales
- Están asociadas con minorías racializadas
- Provienen de tradiciones no occidentales
- Son usadas por sectores marginados
- Pueden generar experiencias que cuestionen el orden establecido
Esta clasificación no se basa en criterios científicos imparciales, sino en decisiones políticas que establecen quién puede alterar su conciencia y con qué propósito. Define qué estados mentales son aceptables dentro del orden establecido y cuáles deben ser reprimidos, medicalizados o castigados.
La adicción como diagnóstico social
Un adolescente que se droga no es un caso individual de «disfunción neurológica». Es un síntoma social de un mundo que no ofrece alternativas dignas de existencia para millones de jóvenes. Su consumo no surge en el vacío, sino en contextos de abandono estatal, violencia estructural, ausencia de oportunidades y ruptura del tejido comunitario.
El consumo problemático de drogas aparece en los mismos territorios empobrecidos, poblaciones racializadas, sectores excluidos del acceso a educación, trabajo y servicios de salud. No es casualidad. Es causalidad estructural.
Las drogas ocupan el espacio que deberían ocupar la educación, el trabajo digno, la cultura, el deporte, la comunidad. Criminalizar a quienes consumen es como arrestar a los termómetros por marcar fiebre.
La comunidad como antídoto
Las personas consumen más cuando están aisladas, cuando no tienen vínculos significativos, cuando no encuentran sentido en su existencia cotidiana. Las tasas más altas de adicción corresponden a las sociedades más individualizadas y fragmentadas.
Esto implica trabajos que respeten ritmos biológicos en lugar de exigir disponibilidad total.
Ciudades diseñadas para el encuentro humano, no solo para la circulación de mercancías
Sistemas de salud que aborden causas sociales, no solo síntomas individuales
Educación que desarrolle pensamiento crítico, no solo competencias laborales
Economías que prioricen el bienestar colectivo sobre acumulación privada.
La pregunta no es cómo eliminar las drogas, sino cómo crear condiciones de vida que no requieran alteración química constante de la conciencia para ser habitables.
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