La pérdida de pensamiento crítico suele atribuirse casi por completo a las tecnologías digitales. Pantallas, algoritmos y redes sociales son señalados como los principales responsables de dispersar la atención y deteriorar nuestras capacidades mentales. Aunque este enfoque acierta en parte, deja de lado otro aspecto importante.
Pensamos con el cuerpo, con la historia, con lo que heredamos y lo que sufrimos. No hay un «yo pensante» aislado, suspendido en algún éter metafísico. Hay elementos y circunstancias que determinan nuestras capacidades cognitivas. Entre estos determinantes, hay uno cuya influencia es diaria y que es persistente: la alimentación. Cada bocado envía señales químicas al organismo que afectan los procesos mentales a través de los cuales percibimos, decidimos y razonamos.
No solo los algoritmos afectan nuestras decisiones, también lo hace lo que comemos. Mientras la atención se centra en los efectos de la exposición digital, se pasa por alto la carga bioquímica que está dañando nuestras funciones cognitivas desde adentro.
La información que comes
Cada alimento es un mensaje químico que nuestro cuerpo lee y traduce en estados fisiológicos. Cuando consumimos azúcar estamos activando cascadas hormonales que han evolucionado durante millones de años para responder a situaciones de supervivencia. El cuerpo interpreta el pico glucémico como una señal de abundancia súbita seguida de escasez inminente, y responde con patrones de acumulación desesperada, ansiedad anticipatoria.
Los picos de azúcar en la sangre generan montañas rusas hormonales. Subida de energía seguida de una caída. Euforia seguida de depresión. Hiperactividad seguida de letargo. Es imposible pensar con claridad cuando el cuerpo está en estas montañas rusas.
Cuando comemos grasas que vienen en productos ultra-procesados, le estamos dando al cuerpo materiales de construcción defectuosos. Las membranas celulares se vuelven rígidas, las comunicaciones entre células se entorpecen, los neurotransmisores no pueden moverse con fluidez. El cerebro comienza a funcionar como un motor con aceite sucio: lento, trabado, propenso a fallar.
Cuando comemos alimentos cargados de conservantes, colorantes, saborizantes, el sistema inmunológico se activa crónicamente, tratando de procesar sustancias que no reconoce. Esta inflamación constante afecta directamente la capacidad de pensar con claridad.
Las hormonas que regulan nuestro estado de ánimo, nuestra energía, nuestra capacidad de concentración, se producen a partir de los nutrientes que comemos. La serotonina, que nos hace sentir bien y pensar con optimismo, se fabrica principalmente en el intestino a partir de aminoácidos que vienen de las proteínas. La dopamina, que nos motiva y nos permite enfocar la atención, necesita hierro y ciertos aminoácidos para producirse. Si no comes los materiales correctos, tu cuerpo simplemente no puede fabricar las sustancias que necesitas para pensar bien.
Como ha planteado el neurocientífico Antonio Damasio, nuestras capacidades cognitivas dependen de la regulación homeostática del cuerpo. Pensar con claridad requiere un cuerpo bien alimentado, no sólo en calorías, sino en estabilidad química.
El segundo cerebro
El intestino contiene más células nerviosas que la médula espinal. El intestino procesa información al cerebro que afecta nuestro estado de ánimo y nuestras decisiones. El eje intestino-cerebro funciona como una autopista de información bidireccional.
Este segundo cerebro está habitado por billones de bacterias que forman la microbiota. Estas bacterias son socias activas en el proceso de pensar y sentir. Producen químicos que afectan directamente nuestro estado mental. Algunas bacterias fabrican sustancias que nos hacen sentir deprimidos. Otras producen compuestos que nos calman y nos ayudan a pensar con mayor claridad.
Los alimentos cargados de conservantes, colorantes y químicos sintéticos, alimentan cepas bacterianas que producen compuestos inflamatorios y neurotóxicos. Estas bacterias «disruptivas» generan un estado de inflamación crónica de bajo grado que afecta directamente la función cognitiva. Los alimentos fermentados, las fibras vegetales, las grasas saludables alimentan bacterias que producen compuestos beneficiosos para el cerebro.
Literalmente estás alimentando un ecosistema que determina cómo piensas. Si alimentas bacterias que te hacen sentir ansioso, deprimido, incapaz de concentrarte, eso es lo que vas a experimentar. Si alimentas bacterias que te hacen sentir estable, optimista, capaz de pensar con claridad, eso es lo que vas a vivir.
Los antiguos sabían
Los filósofos que consideramos grandes pensadores de la historia vivieron en épocas donde la alimentación industrial era inexistente. Su nutrición dependía de alimentos frescos, estacionales, locales.
En la India, los grandes pensadores como Buda basaban sus enseñanzas en la moderación alimentaria. La dieta budista tradicional, centrada en cereales, legumbres, vegetales y frutas, buscaba la estabilidad mental necesaria para la meditación. Los excesos alimentarios se consideraban obstáculos para la claridad mental.
Los sabios taoístas chinos desarrollaron una filosofía alimentaria que consideraba cada alimento como medicina. Su dieta, basada en cereales integrales, vegetales fermentados, hierbas medicinales y proteínas, buscaba el equilibrio energético que permitiera la contemplación filosófica.
Los pensadores europeos del Renacimiento, como Erasmo de Rotterdam, practicaban dietas simples basadas en cereales, vegetales, frutas y pescado. Consideraban que la sobriedad alimentaria era fundamental para la producción intelectual.
Su alimentación mantenía estables los niveles de glucosa en sangre. Las grasas que consumían eran las necesarias para la producción de neurotransmisores. Los alimentos fermentados que incluían en su dieta alimentaban una microbiota saludable que producía compuestos beneficiosos para el cerebro.
Las enfermedades mentales que consideramos epidémicas en nuestra época (depresión, ansiedad, déficit de atención) eran raras en aquellos tiempos. No porque fueran épocas idílicas, sino porque los sistemas biológicos que sustentan el pensamiento funcionaban sin las disrupciones químicas que caracterizan la alimentación moderna.
Los síntomas que hoy atribuimos a «enfermedades mentales» aparecieron masivamente solo después de la industrialización de la alimentación. La melancolía existía, pero no la depresión masiva. La preocupación existía, pero no la epidemia de ansiedad. Las dificultades de concentración existían, pero no el déficit de atención generalizado.
Pueblos originarios y la transformación nutricional
La alimentación ancestral persiste en comunidades que mantienen formas de vida preindustriales. Los pueblos inuit, antes de la llegada de alimentos procesados, basaban su dieta en pescado, carne de caza, algas marinas y plantas silvestres. Sus capacidades cognitivas, medidas por su capacidad de navegación espacial, memoria geográfica y resolución de problemas prácticos, superaban consistentemente las de poblaciones urbanas.
Las comunidades mediterráneas tradicionales (especialmente en islas griegas, zonas rurales de Italia y España) que mantienen dietas basadas en cereales integrales, legumbres, vegetales, frutas, pescado y aceite de oliva, presentan menor incidencia de enfermedades mentales y mayor estabilidad cognitiva en la vejez.
Las poblaciones rurales de los Andes, cuya dieta se basa en quinoa, papas nativas, cereales andinos, vegetales de altura y proteínas, muestran patrones de pensamiento colectivo más cohesivos y menor incidencia de trastornos mentales que las poblaciones urbanas del mismo país.
La dieta tradicional japonesa que se caracterizaba por contar con alimentos ricos en ácidos grasos poliinsaturados y fibra dietética, ha tenido un cambio hacia una dieta occidentalizada durante las últimas décadas.
Esta transformación nutricional coincide con cambios en la salud mental de la población. Japón, que históricamente tenía tasas de suicidio relacionadas con códigos de honor, ahora presenta patrones de suicidio más similares a los de sociedades occidentales: relacionados con depresión, ansiedad y desesperanza generalizadas.
Corea del Sur presenta un caso aún más extremo. Entre los países de la OCDE, Corea del Sur ha tenido la tasa de suicidio más alta durante el período 2003-2019 (24.6 por 100,000 personas). Esta crisis coincide con la rápida adopción de patrones alimentarios occidentales, especialmente entre las generaciones más jóvenes.
Estado Unidos
Estados Unidos es el país donde se inventaron y perfeccionaron los alimentos ultra-procesados, donde se desarrollaron las técnicas de marketing alimentario, donde se crearon los modelos de negocio que luego se exportaron al mundo.
Estados Unidos presenta las tasas más altas de trastornos mentales del mundo desarrollado. La epidemia de depresión, ansiedad, déficit de atención y otros trastornos mentales que caracteriza a la sociedad americana coincide temporalmente con la masificación de la alimentación industrial.
En los años 1950, antes de la masificación de alimentos procesados, la incidencia de depresión en Estados Unidos era del 1% de la población. En 2020, después de setenta años de alimentación industrial, la incidencia supera el 10% de la población adulta.
La correlación se extiende geográficamente. Los estados americanos con mayor consumo de alimentos procesados (Mississippi, Alabama, Louisiana, Virginia Occidental) se relacionan con aquellos que muestran mayor incidencia de trastornos mentales. Los estados con dietas más similares a patrones ancestrales (Vermont, Massachusetts, Connecticut, Hawái) tienen una incidencia menor de enfermedades mentales.
El despojo cognitivo
La imposibilidad de hacer cambios en los hábitos alimentarios de las poblaciones con menos recursos no es falta de voluntad o de educación. La publicidad, los costos y la disponibilidad conspiran para que estas poblaciones mantengan un pensamiento crítico y raciocinio disminuidos. Las tácticas de marketing pueden dirigirse a poblaciones vulnerables como niños y comunidades de bajos ingresos que pueden tener acceso limitado a opciones saludables.
Los niños son especialmente vulnerables a la programación alimentaria. Sus cerebros están en desarrollo, sus sistemas de regulación hormonal son inmaduros, sus microbiomas intestinales están formándose. Lo que comen durante los primeros años de vida establece patrones que pueden durar toda la vida.
Es por esta razón que se invierte masivamente en marketing dirigido a niños, que se desarrollan productos específicamente diseñados para «enganchar» a los consumidores más jóvenes, y es por esta razón que se establece alianzas con escuelas y programas educativos que normalizan el consumo de sus productos.
Las mismas corporaciones que dominan la industria alimentaria (Nestlé, Unilever, PepsiCo, Coca-Cola) invierten masivamente en tecnologías de manipulación psicológica.
Facebook cuenta con un equipo interno («creative shop») que ayuda a marcas como Coca‑Cola, PepsiCo, Nestlé y Unilever a diseñar campañas publicitarias personalizadas basadas en datos, aprovechando algoritmos para captar y retener la atención
PepsiCo ha desarrollado lo que llama una «base de datos de consumidor completamente direccionable» (Consumer DNA) para perfilar usuarios y dirigirles publicidad a escala .
Coca‑Cola opera más de 40 centros de monitoreo en redes sociales para rastrear conversaciones y comportamientos en línea.
Otras corporaciones como Mondelez o Procter & Gamble, al igual que Nestlé, PepsiCo, Coca-Cola y Unilever, concentran poder económico en los sectores de alimentos ultraprocesados, productos de higiene y marketing masivo, y que a su vez emplean tecnologías digitales avanzadas, incluyendo algoritmos de segmentación y plataformas sociales, para dirigir sus campañas a poblaciones vulnerables.
La industria farmacéutica tiene intereses alineados con la industria alimentaria. Las empresas de capital privado y fondos de cobertura sin rostro controlan las empresas esenciales para nuestra salud y supervivencia. Para 2014, al menos ocho de las 20 principales compañías de marca tenían vínculos comunes con al menos un inversionista institucional con más del 5 por ciento en ambas empresas.
No es solo que estos productos generen obesidad o diabetes. Están programando las capacidades cognitivas de generaciones enteras.
Estas corporaciones se benefician de poblaciones que consumen más y cuestionan menos. Saben que poblaciones mal alimentadas son poblaciones cognitivamente vulnerables, más susceptibles a la manipulación emocional, menos capaces de tener un pensamiento crítico que podría cuestionar las estructuras de poder.
Alianzas estratégicas y regulaciones
En países como México y Brasil, empresas como Coca‑Cola y Nestlé han financiado programas de salud, empleo y deporte, estrechando relaciones con gobiernos y comunidades para vaciar posibles regulaciones.
Están integradas en redes globales de lobby (como ILSI) con Unilever, Danone, Mars y otras, que financian y coordinan campañas para bloquear leyes relacionadas con la alimentación.
Financiamiento político y relaciones institucionales
En Australia, empresas de alimentación como Coca‑Cola, Nestlé y McDonald’s donan fondos a partidos políticos y organizaciones afines.
PepsiCo ha sido cuestionada por su falta de transparencia al financiar campañas políticas en Brasil y otros países.
En Colombia, entre 2018 y 2020, grandes empresas de refrescos como Postobón, Bavaria, Nestlé, Coca‑Cola y PepsiCo financiaron campañas legislativas y ejecutivas, influyendo en comisiones clave de salud, educación y fiscalidad.
Lo químico
Todo es química. Los alimentos naturales son compuestos químicos complejos que han evolucionado durante millones de años para interactuar con nuestros sistemas biológicos. Una manzana contiene más de 300 compuestos químicos diferentes. Una hoja de espinaca contiene cientos de moléculas bioactivas. El problema no es la química per se, sino la química industrial diseñada para propósitos que trascienden la nutrición.
Los aditivos alimentarios no son intrínsecamente malignos. Como preservantes químicos, previenen o minimizan la degradación por crecimiento y actividad microbiana, que puede constituir riesgos de seguridad o cambios de calidad indeseables. Además de mantener la calidad del alimento, los preservantes ayudan a controlar la contaminación que puede causar enfermedades transmitidas por alimentos, incluido el botulismo potencialmente mortal.
El problema surge cuando estos compuestos interactúan entre sí de maneras imprevistas. La toxicidad sinérgica es el fenómeno por el cual sustancias que son relativamente seguras individualmente se vuelven tóxicas cuando se combinan. Los organismos reguladores evalúan cada aditivo por separado, pero no estudian las interacciones entre los cientos de químicos que pueden estar presentes simultáneamente en un alimento procesado.
Las corporaciones alimentarias invierten millones en estudios que demuestran la seguridad de compuestos individuales, pero no financian investigación sobre interacciones entre múltiples aditivos.
Una lata de refresco puede contener cafeína, aspartame, benzoato de sodio, ácido fosfórico, colorantes artificiales y saborizantes. Cada uno de estos compuestos ha sido aprobado individualmente, pero nadie ha estudiado qué sucede cuando se consumen juntos diariamente durante décadas. Esta laguna en el conocimiento es el resultado de un sistema regulatorio diseñado para facilitar la comercialización de productos, no para proteger la salud pública.
La ingeniería del sabor
Los laboratorios de las grandes corporaciones alimentarias emplean neurocientíficos, químicos y psicólogos para diseñar combinaciones precisas de azúcar, sal, grasa y aditivos que activan los mismos circuitos cerebrales que las drogas.
El «punto de felicidad» es el término técnico que usan estas empresas para describir la combinación exacta de ingredientes que maximiza el placer y minimiza la saciedad. Buscan crear alimentos que nunca satisfagan completamente, que siempre dejen la sensación de querer más. Esta manipulación se logra mediante la combinación de texturas específicas, liberación controlada de sabores, y la activación secuencial de diferentes receptores sensoriales.
Los sabores artificiales son diseñados para ser más intensos que los naturales. Un strawberry flavor artificial es más «fresa» que una fresa real. Esta hiperintensidad recalibra nuestros sistemas de recompensa, haciendo que los alimentos reales parezcan insípidos por comparación. Los niños expuestos tempranamente a estos sabores artificiales desarrollan preferencias que persisten toda la vida.
El glutamato monosódico y otros potenciadores del sabor no solo intensifican el gusto, también alteran la percepción de saciedad. Hacen que el cerebro interprete como «insuficiente» una cantidad de comida que debería ser satisfactoria. Esta manipulación química convierte el acto de comer en una experiencia de carencia perpetua.
La farmacologización
La industria farmacéutica ha convertido
las consecuencias de la malnutrición en mercancías. La epidemia de déficit de atención, ansiedad y depresión que afecta especialmente a las poblaciones más expuestas a la alimentación industrial genera billones de dólares en ventas de medicamentos. Pero estos medicamentos tratan síntomas, no causas. Mantienen funcional una población cognitivamente disminuida en lugar de restaurar las condiciones que permitirían un funcionamiento óptimo.
Los mismos fondos de inversión que poseen acciones en Coca-Cola, PepsiCo y McDonald’s también poseen acciones en Pfizer, Johnson & Johnson y Bristol-Myers Squibb. BlackRock, Vanguard y State Street son accionistas principales tanto en las corporaciones que producen alimentos procesados como en las que fabrican medicamentos para tratar diabetes, depresión y trastornos de atención.
Una población mal alimentada es una población que consume más medicamentos. La epidemia de diabetes genera billones en ventas de insulina. La epidemia de depresión genera billones en ventas de antidepresivos. La epidemia de déficit de atención genera billones en ventas de estimulantes.
Los tentáculos corporativos
Las empresas alimentarias forman parte de redes corporativas que se extienden mucho más allá de la alimentación. Las fusiones y adquisiciones en toda la industria alimentaria y agrícola han permitido que las grandes empresas que tocan cada rincón de nuestro sistema alimentario sigan creciendo y volviéndose más poderosas.
Nestlé, la corporación alimentaria más grande del mundo, también es propietaria de marcas farmacéuticas como Alcon (cuidado ocular) y ha tenido participaciones en empresas de biotecnología. PepsiCo posee marcas que van desde Quaker Oats hasta Gatorade, pero también invierte en empresas de biotecnología y tiene alianzas con compañías farmacéuticas para desarrollar «alimentos funcionales».
Unilever controla marcas alimentarias como Hellmann’s y Ben & Jerry’s, pero también posee Dove, Axe, y otras marcas de cuidado personal. Más importante aún, Unilever ha adquirido múltiples empresas de suplementos nutricionales, creando un ecosistema donde la misma corporación te vende la comida procesada que te enferma y luego te vende los suplementos que supuestamente te curan.
Las corporaciones alimentarias están comprando empresas de suplementos para controlar toda la cadena: desde la enfermedad hasta la supuesta cura.
Las mismas corporaciones que promueven alimentos ultra-procesados financian investigación sobre «alimentos funcionales» y «nutracéuticos». Desarrollan productos que contienen probióticos para «mejorar la salud intestinal» mientras continúan produciendo alimentos que destruyen la microbiota. También crean bebidas «deportivas» cargadas de azúcar para «hidratar».
La simplificación mediática
Los influencers promueven ciclicamente tendencias alimentarias contradictorias. En un mes demonizan un alimento y al siguiente lo exaltan. Esta volatilidad mantiene a las audiencias en un estado de confusión permanente que impide el desarrollo de criterios nutricionales mucho más sólidos.
Los influencers venden la promesa de que ciertos alimentos pueden detener el tiempo, prevenir enfermedades, maximizar el rendimiento cognitivo. Esta individualización de la salud oculta las determinantes sociales y económicas que configuran los patrones alimentarios.
No se habla de cómo las corporaciones diseñan alimentos adictivos, de cómo las políticas agrícolas determinan qué alimentos están disponibles, de cómo las desigualdades económicas limitan el acceso a nutrición adecuada. La alimentación se presenta como una cuestión de elección personal.
Los problemas nutricionales se presentan como defectos individuales de autocontrol, no como síntomas de sistemas alimentarios disfuncionales. La «alimentación consciente» se convierte en una responsabilidad individual que ignora las condiciones materiales que hacen imposible alimentarse conscientemente.
Política cognitiva
Toda política alimentaria es una política cognitiva. Las decisiones sobre qué alimentos subsidiar, qué productos regular, qué información nutricional exigir en las etiquetas, qué publicidad permitir dirigida a niños, son decisiones sobre qué tipo de capacidades cognitivas queremos desarrollar en la población.
La alimentación influye en las capacidades cognitivas de poblaciones enteras.
No existe, por tanto, un pensamiento desvinculado del cuerpo. Existe, en cambio, una ideología que insiste en esa desvinculación porque le resulta políticamente útil. Si el pensamiento fuera realmente inmaterial, si la razón operara en un reino separado de las condiciones materiales de existencia, entonces la pobreza, la malnutrición, la violencia y la exclusión no afectarían la capacidad de pensar.
Si el pensamiento es corporal, entonces las políticas públicas que afectan los cuerpos son políticas cognitivas. La calidad del agua, del aire, de los alimentos, la disponibilidad de espacios verdes, el acceso a la atención médica, las condiciones laborales, la seguridad ciudadana: todo esto conforman las capacidades de pensamiento de una población.
Las élites económicas lo saben. Por eso invierten en alimentación orgánica para sus familias mientras promueven comida industrial para las masas. Por eso viven en barrios con baja contaminación mientras sitúan las fábricas contaminantes en zonas pobres. Por eso acceden a medicina preventiva y terapias de bienestar mientras mantienen sistemas de salud pública crónicamente subfinanciados.
Se necesitan médicos que entiendan que tratar la ansiedad requiere cambiar la dieta, psicólogos que comprendan que muchos problemas de atención tienen raíces nutricionales, educadores que sepan que el rendimiento académico está relacionado con la calidad de la alimentación.
La separación entre mente y cuerpo permite mantener la farsa de que las desigualdades cognitivas son naturales mientras se reproducen artificialmente las condiciones que las generan. Permite culpar a los individuos por sus limitaciones intelectuales mientras se ignoran las estructuras que las producen.
Esta lucha no se gana en el reino de las ideas sino en el terreno visceral de la existencia. Se gana cada vez que elegimos alimentar nuestros cuerpos de manera que potencien nuestras capacidades de pensamiento.
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