
ENFERMEDADES SIN NOMBRE Y ROSTRO COTIDIANO
ENFERMEDADES SIN NOMBRE Y ROSTRO COTIDIANO
Palabras como depresión, ansiedad o estrés se usan con tanta frecuencia que han empezado a perder precisión. A veces parecen explicar todo y, al mismo tiempo, no aclaran nada. Muchas personas viven malestares que no encajan del todo en estas categorías.
Aquí, retomo ideas de autores como Erich Fromm, Jacques Lacan, Byung-Chul Han, Peter Sloterdijk, Yuk Hui y otros pensadores que han intentado poner en palabras algunos de los malestares que atraviesan nuestra vida cotidiana.
Desde distintas disciplinas, como el psicoanálisis, la psicología crítica, la filosofía humanista, la neurociencia y la antropología, propongo un enfoque que no separa a la persona del entorno en el que vive, ni al pensamiento de la experiencia diaria. Lo que sentimos, pensamos o padecemos tiene una historia, una estructura y un contexto. Somos resultado de vínculos, de sistemas de sentido, de formas de vida que nos afectan aunque no siempre sepamos cómo nombrarlas.
Lo que no se nombra queda fuera del lenguaje, y lo que queda fuera del lenguaje difícilmente puede ser comprendido, compartido o transformado. Mientras algo no tiene nombre, permanece confuso, disperso, y muchas veces se vive como un fallo personal.
Quien no sienta vértigo al leer lo que sigue, ya está completamente adaptado. Y eso, estimado lector, debería darle más miedo que cualquier enfermedad.
La fatiga del Yo optimizado: Síndrome de insuficiencia existencial
Ahora contamos con una cantidad abrumadora de recursos para entendernos mejor, desarrollarnos y alcanzar lo que se espera de nosotros. Aún asi, la sensación de estar fallando, de no llegar a ser quien uno debería, se ha vuelto cada vez más común. El auge de la autoayuda, los métodos de superación personal y las tecnologías centradas en el yo han traido una forma distinta de desorientación más que de claridad.
Muchas personas viven midiendo su valor frente a una imagen ideal fabricada por la cultura: alguien eficiente, creativo, siempre en control de su bienestar. Esa distancia permanente entre lo que uno logra y lo que se espera genera un tipo de cansancio que se instala en lo cotidiano, como una carrera que se corre sin pausa tras una meta que siempre se mantiene fuera de alcance.
La insuficiencia existencial se hace visible a través de comportamientos que parecen contradecirse: una mezcla de hiperactividad y desgano, ambición desbordada junto a una sensación de vacío, entusiasmo por todo lo relacionado con el desarrollo personal y, al mismo tiempo, un rechazo constante a mirar hacia dentro. Siente que debe superarse sin descanso para estar en paz consigo mismo, pero cada avance le muestra nuevas razones para sentirse incompleto.
Desorientación referencial difusa
Jacques Lacan propuso que el lenguaje es el medio a través del cual nos formamos como personas. Pero cuando las referencias simbólicas que organizaban el sentido de la vida comienzan a perder fuerza, esa formación se vuelve inestable.
Lo que antes ofrecía una orientación clara como la familia, la religión, la pertenencia social o las ideas políticas, ha dejado de ocupar ese lugar central. Ya no hay un punto firme desde el cual interpretar la propia experiencia, y muchos atraviesan la vida con la sensación de que nada permanece.
Esta sensación no lleva necesariamente a un trastorno mental grave, pero sí a una forma persistente de extrañeza frente al mundo. Todo parece posible, pero al mismo tiempo, nada termina de importar. La libertad se convierte en un peso: demasiadas opciones, ninguna certeza. Las referencias pierden consistencia, los valores cambian según el momento, y la identidad se construye como una secuencia de versiones que se adaptan al entorno.
Las redes sociales intensifican este estado. Al estar expuestos de forma constante a discursos enfrentados, cambios de opinión súbitos y consensos que duran poco, se genera una sensación de presente fragmentado y difícil de asimilar. El ritmo se acelera, las certezas se debilitan, y lo que antes ayudaba a entender la realidad ya no alcanza para dar dirección ni estabilidad.
Saturación empática
Vivimos hiperexpuestos a los malestares del mundo, tanto cercanos como lejanos. En este contexto, aparece una forma de agotamiento provocado por el exceso de estímulos emocionales. El llamado «Síndrome de saturación empática» que da nombre a la fatiga de quienes se sienten constantemente llamados a responder al sufrimiento de los demás.
Los medios digitales nos conectan de forma simultánea con eventos dolorosos en múltiples escalas: conflictos bélicos, catástrofes ambientales, injusticias sociales, pero también las crisis personales que circulan en nuestros entornos inmediatos. El flujo constante de estas narrativas sobrepasa la capacidad emocional con la que, durante siglos, las personas respondían a los dolores de quienes tenían cerca.
La persona que lo atraviesan no han dejado de sentir, pero ha alcanzado un límite. La sobrecarga afectiva activa una especie de desconexión parcial, que permite continuar con las tareas del día a día, aunque con un trasfondo de culpa y frustración. Aparece entonces una sensacion de sentirse insensible sin haber dejado de importar, estar agotado de cuidar sin haber dejado de querer.
Cuesta conservar relaciones significativas con la misma intensidad. La conexión emocional se debilita por una necesidad interna de conservar energía psíquica frente a una realidad que no da tregua.
Suplantación digital de la experiencia.
La experiencia directa se ve desplazada por su formato digital. El llamado «Síndrome de suplantación digital de la experiencia»: lo que antes se vivía en presencia, ahora se registra y se publica.
La vida cotidiana comienza a organizarse en función de su proyección pública. Un paseo, una comida, una emoción, dejan de vivirse por lo que provocan, y pasan a medirse por su potencial para generar contenido. Lo valioso ya no es lo que se siente, sino lo que puede compartirse.
La memoria se fragmenta y se aloja en archivos externos. La atención se dispersa en múltiples frentes. La concentración se debilita por la ausencia de continuidad. Pero el efecto más duradero aparece cuando la percepción de uno mismo queda mediada por expectativas ajenas: se actúa en función de cómo será visto, no de lo que realmente se necesita o desea.
En ese desplazamiento, se pierde el contacto con la propia interioridad. Cada situación parece quedar sujeta a su exposición. La intimidad retrocede y lo que antes se resguardaba, hoy circula bajo la lógica de la visibilidad constante.
La parálisis de la hiperindividuación: Síndrome de sobrecarga decisional
El Síndrome de sobrecarga decisional describe el agotamiento que produce la obligación constante de elegir en un mundo donde todas las opciones parecen igualmente válidas e igualmente insatisfactorias.
Cada aspecto de la vida (la formación, las relaciones, el modo de habitar el cuerpo, las creencias, incluso las emociones) parece estar sometido a una decisión personal que debe ser justificada una y otra vez. No alcanza con hacer elecciones: hay que explicarlas, defenderlas, sostenerlas frente a los demás y frente a uno mismo.
La carga no está en decidir, sino en la exigencia permanente de haber elegido bien. La responsabilidad recae sobre cada individuo aislado, que se convierte en juez y acusado de su propio itinerario vital. Esta presión no se traduce necesariamente en acción, sino en parálisis. Ante tantas opciones, todo camino parece insuficiente.
Desvinculación transgeneracional crónica
Muchas personas hoy sienten que no pertenecen del todo al lugar donde viven, incluso si nunca se han mudado. A esto se le ha dado un nombre: Síndrome de desvinculación transgeneracional crónica. Se refiere a una sensación de extrañeza heredada, como si uno estuviera en su tierra, pero no lograra hacerla propia.
Esto no ocurre solo por cambios geográficos. Durante las últimas generaciones, muchas familias han dejado atrás formas de vida tradicionales: oficios, costumbres, maneras de habitar el mundo. Estas pérdidas no siempre se hablaron ni se comprendieron del todo. Lo que queda es un vacío difícil de explicar, que pasa de una generación a otra como una especie de desconexión.
Las personas que viven esta experiencia pueden sentir que no encajan en ninguna parte. Lo que sus padres o abuelos valoraban ya no tiene sentido para ellos, y lo nuevo tampoco les resulta cercano. La familia no da dirección clara, el entorno parece ajeno, y las raíces se sienten débiles o cortadas. Esto provoca una tristeza difícil de nombrar, porque no hay algo concreto que se haya perdido. Es más bien una sensación de falta: algo que nunca se tuvo, pero cuya ausencia pesa.
Esta desvinculación afecta la manera en que alguien se relaciona con los demás, con su historia y con su presente. No saber de dónde se viene puede dificultar también el saber hacia dónde se quiere ir.
Síndrome de obsolescencia educativa
Muchos sienten hoy que su educación no los preparó para enfrentar los retos del presente. Pasaron años estudiando, superando exámenes y aprendiendo contenidos, pero ahora enfrentan un mundo que les exige habilidades completamente distintas. A esto se le ha llamado Síndrome de Obsolescencia Educativa Crónica. Es una forma de malestar que aparece cuando uno se da cuenta de que, a pesar de haber estudiado mucho, no sabe bien cómo actuar en situaciones reales.
Este problema no tiene que ver con la falta de esfuerzo. Al contrario: quienes lo experimentan suelen haber pasado por muchos años de educación formal. Lo que ocurre es que lo que aprendieron ya no es útil en muchos contextos. Les enseñaron a repetir ideas, a resolver ejercicios siguiendo pasos fijos, a acumular datos. Pero hoy se necesita algo distinto: pensar con flexibilidad, adaptarse rápido, saber conectar temas diversos, encontrar sentido en medio del caos.
A esto se suma otro problema: estamos rodeados de información. Todo el tiempo llegan datos, opiniones, imágenes, noticias. El cerebro no puede con todo. Como forma de defensa, empieza a ignorar gran parte de lo que recibe. El resultado es que se pierden también cosas importantes. La atención salta de un tema a otro, la memoria falla y cuesta mucho mantener una idea clara. Saber mucho no garantiza entender mejor.
Este síndrome muestra una desconexión entre el tipo de formación que hemos recibido y lo que el presente realmente exige. Y genera una sensación difícil de llevar: sentirse educado, pero poco preparado. Lleno de información, pero sin claridad. Con muchos años de estudio, pero sin confianza para actuar.
Activismo performativo compensatorio
Hoy muchas personas sienten una mezcla de frustración y ansiedad frente a la injusticia que ven todos los días. Aunque hay conciencia de los problemas sociales, económicos y ambientales, también hay una sensación de que no existen caminos claros para cambiar realmente las cosas. Esto da lugar a una forma de malestar muy común: la presión constante por mostrar que se está “del lado correcto” a través de acciones simbólicas, visibles, pero sin efectos concretos.
Quien experimenta este malestar siente que no está haciendo lo suficiente, que siempre podría involucrarse más, ayudar más, saber más. Sin embargo, esa preocupación no se traduce en acciones que modifiquen las estructuras que generan el problema. En cambio, se recurre a expresiones visibles de compromiso (como publicaciones en redes sociales o declaraciones públicas) que calman momentáneamente la culpa o la impotencia, pero no cambian las condiciones de fondo.
Este tipo de activismo funciona más como alivio emocional que como intervención real. No es que carezca de intención, sino que se vuelve una forma de responder al malestar sin enfrentarlo en su raíz. La acción simbólica (compartir, denunciar, reaccionar) da la sensación de estar haciendo algo, pero muchas veces solo sustituye la acción real. Así se refuerza un ciclo: a más malestar, más actos inmediatos; a más actos, menos profundidad. El compromiso se reduce a mantener la imagen de coherencia moral, sin alterar las condiciones que generan la injusticia.
Aceleración temporal desadaptativa
Los cambios sociales y tecnológicos avanzan hoy a una velocidad que supera la capacidad del ser humano para asimilarlos. No se trata solo de aprender a usar nuevos dispositivos o adaptarse a nuevos entornos, sino a la dificultad para integrar esos cambios en la vida diaria de forma estable.
Algunas personas desarrollan una forma particular de malestar frente a esta aceleración constante. Es como si vivieran en desfase: el mundo se mueve demasiado rápido y ellos no logran seguirle el paso. A este desfase se le ha llamado, de manera ilustrativa, jet lag existencial. La comparación con el desfase horario que sentimos después de un vuelo largo ayuda a entenderlo: el entorno cambia, pero el cuerpo y la mente tardan en ajustarse.
Este desajuste no se resuelve con descanso ni con voluntad. Genera ansiedad, dificultad para concentrarse y una sensación persistente de que todo ocurre demasiado rápido como para tener sentido. En lugar de construir proyectos a largo plazo, muchas personas se ven obligadas a responder solo al presente inmediato, como si vivieran apagando fuegos en lugar de trazando caminos.
La consecuencia es una vida cada vez más fragmentada, en la que tomar decisiones con proyección se vuelve complicado, porque el tiempo ha dejado de percibirse como algo estable. Cuando todo cambia con tanta rapidez, sostener un rumbo genera incertidumbre. Esta inestabilidad no puede entenderse como un malestar personal; afecta a millones de personas y debe abordarse con atención y criterio.
Síndrome de vigilancia algorítmica difusa
Cada vez más personas viven con la impresión de estar siendo observadas de forma constante, aunque no sufran paranoia en un sentido clínico. Esta impresión no surge de la fantasía, sino de una realidad concreta: los sistemas digitales recopilan y procesan datos sobre nuestras acciones, preferencias y hábitos sin que sepamos exactamente cómo lo hacen ni con qué fin.
Ante esta situación, muchos comienzan a adaptarse sin darse cuenta. Cambian su forma de escribir, de buscar información, de interactuar en redes sociales, no tanto por decisión propia, sino tratando de anticipar cómo serán interpretados por los sistemas que los observan. Esta adaptación constante genera una forma de autovigilancia que afecta el modo en que las personas se presentan, incluso cuando creen estar actuando con libertad.
Se busca agradar a un sistema que no se conoce, pero del que depende la visibilidad, la aprobación o la recompensa. En este escenario, el sujeto deja de ser el centro de sus propias decisiones y empieza a vivir en función de una mirada impersonal que nunca se detiene.
Síndrome de duelo ecológico anticipatorio
Frente al deterioro ambiental, muchas personas comienzan a experimentar una forma de tristeza por un mañana que parecía alcanzable y que ahora se desvanece antes de existir.
No hay un hecho visible que active el llanto ni una pérdida inmediata que justifique el sufrimiento. Lo que pesa es la percepción de un horizonte cancelado, de algo valioso que jamás podrá construirse. Por eso, no hay consuelo claro. La sensación de pérdida se dirige hacia algo que nunca fue, pero cuya ausencia marca la vida presente.
Esta tristeza afecta la forma en que las personas actúan, planifican o proyectan. Cuando el futuro se percibe bloqueado, el presente se vuelve más difícil de habitar. Decidir, esforzarse, esperar, todo pierde fuerza. Lo que antes motivaba, como sembrar para quienes vendrán o sostener un compromiso con el mundo, se transforma en carga o se abandona por falta de sentido.
La Terapéutica del nombrar
Poner nombre a ciertos malestares actuales es el primer paso para empezar a comprender lo que nos pasa. Cuando una experiencia difícil no logra ser nombrada, suele manifestarse de otras formas: en el cuerpo, en el ánimo, en la conducta. Como señaló Lacan, lo que no puede decirse con palabras tiende a reaparecer como síntoma.
Esta propuesta no busca etiquetar las vivencias humanas como trastornos clínicos, sino devolverles su dimensión compartida. Lo que muchos llaman síntomas individuales, son en realidad desgastes provocados por un modelo de vida que exige demasiado y ofrece poco sustento emocional, afectivo o comunitario.
Como señaló Erich Fromm, no es posible ayudar a alguien si el entorno en el que vive sigue produciendo daño. Pretender que el malestar es únicamente interno es una forma de ocultar las fallas de un modelo de vida que muchas veces desgasta, aísla o presiona más allá de lo tolerable.
Cuidar la salud mental, en este sentido, no es solo atender síntomas ni adaptar a las personas a un sistema que las supera. También implica pensar cómo queremos vivir, cómo nos relacionamos con los demás, y qué espacios necesitamos para sentirnos parte de algo que tenga sentido. Es una tarea que nos involucra a todos, porque lo que afecta a uno suele estar conectado con lo que ocurre a muchos. La respuesta no puede ser únicamente individual: debe incluir también una transformación colectiva.
En palabras de Jung, «quien mira hacia afuera, sueña; quien mira hacia adentro, despierta». Pero yo agregaría: quien mira hacia adentro y hacia afuera simultáneamente, transforma. Y la transformación es la única terapia posible para estos tiempos extraños que nos ha tocado vivir.
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