Mientras los medios bombardean con catástrofes que alimentan nuestros miedos, existe una realidad paralela que funciona con otra lógica. Una realidad donde personas comunes hacen cosas extraordinarias cada día, no porque sean héroes, sino porque han comprendido que nadie más va a resolver lo que necesita ser resuelto.
Esta es la resistencia cotidiana. No la de los manifiestos grandilocuentes ni la de las barricadas televisadas. Es la resistencia de quienes han dejado de esperar permisos para actuar, de quienes transforman la precariedad en posibilidad y convierten el abandono en oportunidad para la autoorganización. Es una revolución que no hace ruido porque está demasiado ocupada trabajando.
El poder de quienes no esperan
En los campos de Kenia, una mujer planta árboles nativos donde las plantaciones de té habían agotado el suelo. En los suburbios de Detroit, familias afroamericanas convierten edificios abandonados en centros comunitarios. En las favelas de São Paulo, jóvenes montan estudios de grabación para que los niños del barrio no caigan en las redes del narcotráfico. En los pueblos del sur de Italia, donde los jóvenes emigraban masivamente, algunos regresan para recuperar técnicas agrícolas que sus nonnas creían perdidas.
En Siria, mientras las bombas caen, maestros improvisan escuelas en sótanos para que una generación no crezca en la ignorancia. En los campos de refugiados rohingyas en Bangladesh, mujeres organizan redes de cuidado infantil sin esperar que las agencias internacionales resuelvan sus necesidades inmediatas. En los townships de Sudáfrica, donde el apartheid dejó heridas profundas, vecinos construyen bibliotecas populares con libros donados y computadores reparados.
Su historia se replica en miles de lugares: agricultores urbanos en Londres que transforman lotes industriales en huertas comunitarias, maestros voluntarios en aldeas de la India que improvisan escuelas bajo los árboles, ancianos en pueblos japoneses que enseñan oficios tradicionales a jóvenes que podrían estar en Tokio pero eligieron quedarse.
Estas acciones no califican como noticia porque no encajan en las categorías que el espectáculo mediático ha construido. No son lo suficientemente dramáticas para generar indignación, ni lo suficientemente exitosas para convertirse en casos de estudio empresarial. Simplemente son vida resistiendo, adaptándose, encontrando caminos donde parecía que no los había.
Cada una de estas acciones podría parecer insignificante aislada. Pero cuando se observan en conjunto, demuestran nuestras capacidades para generar soluciones desde abajo, de generar redes de apoyo mutuo, de hacer que la vida sea posible así las condiciones estructurales parecen diseñadas para impedirlo.
Esta no es una visión romántica de la pobreza o una celebración de la ausencia del Estado. Es el reconocimiento de que existe una inteligencia colectiva que opera más allá de las instituciones formales, una sabiduría práctica que encuentra maneras de satisfacer necesidades reales con recursos limitados.
Hay un momento en que las personas dejan de esperar. Cuando comprenden que la supervivencia, la dignidad y la posibilidad de una vida digna dependen de lo que ellas mismas puedan construir.
Los habitantes de los barrios marginales de Lagos que construyen sus propios sistemas de agua potable no lo hacen por vocación de ingenieros. Lo hacen porque sus hijos necesitan agua limpia y nadie más va a proporcionársela. Las madres de los barrios obreros de Liverpool que montan comedores comunitarios no lo hacen por pasión culinaria, sino porque entienden que la desnutrición infantil no puede esperar a que mejoren las políticas públicas. Las abuelas de los pueblos remotos de Mongolia que preservan canciones tradicionales no lo hacen por nostalgia, sino porque saben que cuando esas canciones mueran, algo esencial de su cultura morirá con ellas.
La necesidad genera una inteligencia que no se aprende en universidades sino en la experiencia de resolver problemas reales con recursos escasos. Es una inteligencia colectiva, porque pocas veces una persona sola puede resolver lo que necesita toda una comunidad.
Esta inteligencia no busca ganancias sino sostenibilidad. No persigue el crecimiento sino la estabilidad. No compite sino que coopera. No acumula sino que redistribuye.
No es cuestión de ideologías
Lo que impulsa la resistencia cotidiana no es el socialismo, ni el capitalismo, ni el anarquismo, ni ninguna doctrina. Es la necesidad de preservar lo que aún queda de humano en un mundo que parece diseñado para deshumanizar.
Conservadores que defienden tradiciones agrícolas ancestrales trabajando junto a progresistas que promueven energías renovables. Creyentes que ven en el cuidado de la tierra un mandato divino colaborando con ateos que lo ven como una responsabilidad científica. Personas que jamás han leído un libro de teoría política pero que practican la democracia más directa en sus asambleas comunitarias.
Esta resistencia no se define tanto por lo que rechaza como por lo que construye. No gasta energía gritando contra lo que está mal sino trabajando para crear lo que funciona. La oposición moviliza emociones, pero la creación genera nuevas realidades. La protesta puede visibilizar problemas, pero la construcción colectiva produce soluciones. La denuncia puede incomodar a los poderosos, pero la organización comunitaria puede hacerlos irrelevantes.
Cuando una comunidad logra resolver sus necesidades básicas a través de la cooperación, está demostrando que existe otra manera de vivir. Está creando un fragmento de mundo diferente que funciona con lógicas diferentes. Está probando que las alternativas no solo son posibles sino que ya están funcionando.
El negocio del miedo
Vivimos rodeados de industrias que necesitan nuestro miedo para funcionar. La industria mediática que convierte cada evento negativo en una catástrofe global. La industria de la seguridad que encuentra en cada amenaza una oportunidad de negocio. La industria política que promete salvarnos de peligros que ella misma crea. Estas industrias nos han convencido de que el mundo está al borde del colapso, de que los otros son una amenaza constante, de que necesitamos más control, más vigilancia, más protección.
Esta colonización del desastre paraliza la acción colectiva porque nos convence de que no hay nada que podamos hacer. Atomiza las comunidades porque nos hace desconfiar de nuestros vecinos. Legitima la concentración del poder porque nos hace creer que necesitamos que alguien más nos proteja.
Mientras tanto, los recursos se desvían hacia la destrucción: más presupuesto militar que presupuesto educativo, más inversión en sistemas de vigilancia que en sistemas de salud, más dinero para construir muros que para construir puentes. En Gaza se destruyen escuelas que podrían educar a miles de niños. En Ucrania se bombardean hospitales que podrían salvar vidas. En Yemen se bloquean puertos por donde podría llegar comida. En el Congo se financian grupos armados para controlar minas de coltán que alimentan nuestros teléfonos móviles.

brigh foraois
Lo que no se puede colonizar
Existen espacios que la colonización del desastre no ha logrado ocupar. Son los espacios donde las personas siguen resolviendo problemas concretos de manera colectiva. Donde la cooperación sigue siendo más efectiva que la competencia. Donde la solidaridad sigue siendo más inteligente que el individualismo.
Estos espacios nos demuestran que existen maneras diferentes de organizar la vida social. Son pruebas de que la humanidad no está condenada a la autodestrucción.
El campesino de Rajastán que salva semillas está preservando la biodiversidad que los monocultivos destruyen. El curandero mapuche que cura con plantas está manteniendo conocimientos que la industria farmacéutica quiere monopolizar. El pescador de las islas Maldivas que cuida los arrecifes está protegiendo ecosistemas que el turismo masivo destruye. En muchas comunidades rurales de África Occidental, mujeres mayores transmiten técnicas de construcción con barro y bambú, manteniendo prácticas locales de arquitectura sostenible frente a materiales industriales.
En Belfast, donde el conflicto dejó muros que aún dividen la ciudad, grupos de jóvenes católicos y protestantes trabajan juntos en proyectos de arte urbano. En los barrios de inmigrantes de París, donde los medios solo muestran violencia, madres migrantes organizan actividades culturales con el fin de combatir el aislamiento y la estigmatización. En las reservas indígenas de Canadá, donde las tasas de suicidio juvenil son alarmantes, ancianos enseñan lenguas nativas para que los jóvenes recuperen el orgullo de sus raíces.
Democratización del conocimiento
Una de las características más disruptivas de la resistencia cotidiana es que rompe los monopolios del saber que mantienen las élites académicas, técnicas y políticas. Demuestra que las soluciones más efectivas muchas veces no vienen de los expertos sino de quienes viven directamente los problemas.
El campesino de Burkina Faso que ha pasado décadas observando cómo responden las plantas a diferentes condiciones climáticas posee un conocimiento sobre agricultura que ningún ingeniero agrónomo puede aprender en la universidad. El líder comunitario de los barrios de Nairobi que ha mediado en conflictos vecinales durante años entiende dinámicas sociales que se escapan a los manuales de ciencias políticas. El pescador de Galicia que conoce los ciclos del mar comprende ecosistemas marinos que los biólogos marinos estudian solo desde laboratorios. La tejedora andina que preserva técnicas ancestrales maneja geometrías y matemáticas que los diseñadores industriales están redescubriendo.
Esta democratización del conocimiento no niega el valor de la formación técnica especializada. Pero sí cuestiona la pretensión de que solo los expertos pueden entender y resolver los problemas sociales. Propone que las mejores soluciones surgen cuando se combinan diferentes tipos de conocimiento en procesos colectivos de aprendizaje.
Mucho más que comercio
La resistencia cotidiana genera sus propias formas económicas. Son economías híbridas que combinan elementos de intercambio, reciprocidad, redistribución y autosubsistencia según las necesidades de cada situación.
Un ejemplo son las ferias de economía solidaria que surgen desde Dakar hasta Dublín, donde los productores locales venden directamente a los consumidores, eliminando intermediarios especulativos. En estas ferias se intercambian productos, se comparten conocimientos, se fortalecen las relaciones con la comunidad.
En las ciudades devastadas por las guerras o la desindustrialización, estas economías alternativas son literalmente cuestión de supervivencia. En Sarajevo, durante el asedio, las redes de trueque e intercambio permitieron que muchas familias sobrevivieran cuando el dinero perdió valor. En Detroit, después del colapso de la industria automotriz, las huertas urbanas y los mercados de intercambio se convirtieron en fuentes de alimentación y ingresos para comunidades abandonadas por el Estado y el mercado formal.
En estas economías alternativas, la riqueza no se mide solo por la cantidad de dinero acumulado sino por la capacidad de satisfacer necesidades, por la calidad de las relaciones sociales, por la sostenibilidad de los procesos productivos, por el bienestar social.
Una comunidad que ha logrado la soberanía alimentaria puede ser considerada rica aunque sus miembros no tengan grandes cuentas bancarias. Una escuela popular que forma niños críticos y creativos puede ser considerada exitosa aunque no tenga la infraestructura de las escuelas privadas. Un sistema de salud comunitaria que previene enfermedades y cuida integralmente a las personas puede ser considerado eficiente aunque no genere ganancias para accionistas.
Los límites
Estas experiencias enfrentan límites que no pueden ignorarse. Límites de recursos, límites de escala, límites de poder.
Una huerta comunitaria puede alimentar a las familias de un barrio de Los Ángeles pero no puede resolver el problema del hambre en toda California. Una escuela popular puede educar a los niños de una aldea en Mali pero no puede transformar todo el sistema educativo del país. Un sistema de salud comunitaria puede cuidar a las personas de una región en los Andes pero no puede enfrentar pandemias que requieren coordinación global.
En contextos de guerra, las redes de apoyo mutuo que funcionan en los barrios de Alepo no pueden detener los bombardeos. Las escuelas improvisadas en los sótanos de Mariupol no pueden proteger a los niños de los proyectiles. Los huertos urbanos de Gaza no pueden compensar el bloqueo de alimentos. Los comedores comunitarios de Jartúm no pueden resolver la crisis humanitaria que genera la guerra civil.
Estos límites no invalidan la importancia de estas experiencias, pero sí obligan a pensarlas en perspectiva. Demuestran que existen alternativas viables pero no son suficientes por sí solas para transformar las estructuras de poder que generan los problemas que enfrentan.
Miles de experiencias valiosas operan de manera aislada, sin conectarse entre sí, sin generar procesos de articulación que potencien su impacto. Esta fragmentación es resultado de las condiciones de precariedad en que se llevan a cabo, de la falta de recursos para la comunicación y el intercambio, de las divisiones geográficas y culturales que dificultan su coordinación.
Pero también es resultado de una cierta desconfianza hacia los procesos de articulación. Muchas organizaciones comunitarias han visto cómo las articulaciones políticas terminan siendo cooptadas por intereses partidarios, cómo las redes sociales son instrumentalizadas por ONGs que compiten por financiación, cómo los movimientos sociales son burocratizados por dirigentes que se profesionalizan.
Esperanza ante la desesperanza
La esperanza de la que hablamos no es optimismo ciego. Es la esperanza que reconoce que existen capacidades humanas para transformar nuestra realidad.
Esta esperanza se basa en evidencias. En el hecho de que todos los días hay personas que logran resolver problemas que parecían imposibles. En el hecho de que existen comunidades que han logrado organizarse para satisfacer sus necesidades básicas. En el hecho de que hay experiencias exitosas de cooperación, de cuidado mutuo, de construcción colectiva.
No es una esperanza que delega en otros sino una que asume responsabilidades. No es una esperanza que promete paraísos futuros sino una que construye mejores condiciones en el presente.
Cuando una experiencia de resistencia cotidiana funciona, genera un efecto multiplicador porque demuestra que es posible. La huerta comunitaria que alimenta a las familias del barrio en Detroit inspira a otros barrios de Baltimore a crear las suyas. La escuela popular que logra que los niños aprendan en los campos de refugiados de Jordania motiva a otros grupos en los campos de Líbano a replicar la experiencia. Los comedores comunitarios que funcionan en las villas de Buenos Aires inspiran iniciativas similares en las favelas de Río de Janeiro.
En Grecia, durante la crisis económica, cuando los hospitales públicos colapsaron, grupos de médicos organizaron clínicas solidarias que atendían gratuitamente a quienes habían perdido la seguridad social. Esa experiencia inspiró iniciativas similares en España, Portugal e Italia. En Japón, después del tsunami de 2011, las redes de apoyo mutuo que se organizaron espontáneamente se convirtieron en modelo para comunidades afectadas por desastres naturales en Indonesia y Filipinas.
El contagio de la esperanza práctica es lento pero sostenido. No genera explosiones mediáticas pero sí transformaciones. Cambia las expectativas de las personas sobre lo que pueden lograr. Modifica las relaciones de poder al demostrar que muchas veces no necesitamos intermediarios para resolver nuestros problemas.
Esta resistencia cotidiana no va a aparecer en los libros de historia porque no busca conquistar el poder. No va a tener monumentos porque no celebra victorias sino procesos continuos de construcción. No va a tener himnos porque su música es el sonido de las personas trabajando juntas para que la vida sea posible.
Cada día, en diversos lugares, muchas personas han decidido que no pueden esperar para comenzar a construir, o reconstruir, el mundo en el que quieren vivir. La esperanza más realista que podemos tener, es ser participes en la transformacion social que está sucediendo ahora
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