
LA CONEXION QUE DESCONECTA
La conexión que desconecta
La expansión acelerada del acceso a internet en regiones rurales y apartadas es una promesa recurrente en los planes de desarrollo nacional, envuelta en el lenguaje seductor de la conectividad y el progreso. Se celebra como un acto de justicia tecnológica: llevar el mundo a quienes supuestamente han quedado fuera. Pero ¿conectar es siempre sinónimo de avanzar?
La conectividad se presenta como una panacea: acceso ilimitado a la información, democratización del saber, herramientas educativas, monitoreo de salud, inclusión financiera, participación política. Desde esta perspectiva, cuando hablamos de «inclusión digital», partimos de un supuesto: que estar desconectado equivale a estar excluido. Esta premisa privilegia un único modelo de conocimiento y progreso.
Las comunidades tradicionales no estaban «desconectadas» antes de la llegada de internet; estaban conectadas de manera diferente, a través de redes de reciprocidad, transmisión oral y vínculos territoriales que la modernidad ha perdido en gran medida.
Las comunidades tradicionales que ingresan al espacio digital no lo hacen desde la neutralidad. Ingresan a un entorno saturado de representaciones dominantes, donde el algoritmo se convierte en una guía de comportamiento. A cada clic, se les dirige hacia modelos aspiracionales centrados en el consumo, lógicas de éxito mediatizadas y una temporalidad marcada por la urgencia, no por la permanencia.
En pocos clics, el arraigo puede trocarse en anhelo de migración. El joven agricultor que alguna vez aspiró a custodiar el saber de la tierra, ahora sueña con ser youtuber o influencer. La mujer que transmitía cantos ancestrales descubre que su voz no “rinde” en la métrica del algoritmo. No es que el conocimiento ancestral desaparezca de golpe, sino que se vuelve irrelevante en la nueva jerarquía de lo visible.
La conectividad, sin acompañamiento cultural y comunitario, puede convertirse en una forma de desposesión simbólica. Ya no se trata de extraer recursos del suelo, también de significados del alma colectiva.
En Koonibba, una comunidad aborigen australiana, la llegada del satélite Sky Muster multiplicó el tiempo que los jóvenes pasaban conectados. Hubo logros: acceso a plataformas educativas, intercambio con otros pueblos.
Pero también se produjo un cortocircuito cultural. Las lenguas locales comenzaron a desvanecerse del habla cotidiana. Las historias orales, antes transmitidas en círculos intergeneracionales, fueron desplazadas por tutoriales y contenidos globales.
El espacio comunal fue sustituido por la soledad de la pantalla. La pertenencia, por la comparación.
Los jóvenes aborígenes, al acceder al «escaparate global» de internet, consumen contenido junto con formas de vida, sistemas de valores y aspiraciones que van en dirección contraria con su herencia cultural.
En Nepal, el proyecto Nepal Wireless conectó decenas de aldeas remotas, facilitando la telemedicina y la educación agrícola. Aún asi, algunos adultos mayores, que antes recorrían largas distancias a pie para llevar noticias y compartir saberes, hoy se ven reemplazados por mensajes instantáneos que informan, pero ya no escuchan.
En nombre del progreso, ¿no estaremos empujando a comunidades enteras a intercambiar su autonomía por sistemas diseñados para distraer, polarizar y monetizar la atención? Las redes prometen libertad, pero muchas veces operan como mecanismos de extracción de tiempo, deseo y pensamiento crítico. No se trata de oponerse al acceso (eso sería caer en una romantización peligrosa del aislamiento), sino de preguntar: ¿acceso a qué? ¿Bajo qué condiciones? ¿Con qué horizontes?
Andrew Feenberg propone el concepto de «democratización tecnológica»: la idea de que las comunidades deben tener la capacidad de acceder a la tecnología y configurarla según sus propios valores y necesidades.
Esto implicaría:
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Primero, reconocer que el desarrollo tecnológico puede ser dirigido conscientemente hacia fines específicos. Las comunidades podrían priorizar aplicaciones que fortalezcan sus economías locales y sistemas de conocimiento tradicional.
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Segundo, establecer el acceso formal a la tecnología junto con la capacidad real de usarla de manera que expanda las opciones de vida sin comprometer la autonomía cultural.
Aún así, en las sociedades hiperconectadas, la capacidad de desconectarse se ha convertido en un lujo accesible principalmente para las élites urbanas educadas que pueden permitirse «vacaciones digitales» o «detox tecnológicos». Mientras tanto, las comunidades tradicionalmente desconectadas son presionadas a conectarse bajo la retórica del desarrollo y la inclusión.
La tecnología no es en sí ni emancipadora ni opresiva; es una herramienta cargada de decisiones políticas, éticas y culturales. Su impacto depende menos de su presencia que de su apropiación. No basta con instalar un satélite para hablar de desarrollo. Necesitamos imaginar formas de conectividad que no desarticulen lo comunitario, ni silencien los ritmos propios de cada cultura.
El desarrollo tal vez consista en preservar y fortalecer la diversidad de formas de vida y conocimiento. Quizá hemos olvidado que, en ciertos contextos, la desconexión no es carencia, sino forma de cuidado. No toda soledad es aislamiento, ni todo silencio es ignorancia. No se trata de insertar más pantallas, sino en proteger los espacios donde todavía es posible mirar a los ojos, escuchar sin prisa, narrar sin algoritmo.
Así podemos hablar verdaderamente de desarrollo: como expansión de las posibilidades de florecimiento humano en toda su diversidad.
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