
HAMBRE DE SENTIDO
“Hambre de sentido”
Un ensayo sobre el vaciamiento simbólico de la alimentación actual y la necesidad de recuperar el sentido cultural y filosófico de lo que comemos.Más allá de calorías y promesas de bienestar, hemos confinado la alimentación a su dimensión física: enfermedades, estética, rendimiento. Lo corporal, invariablemente.
Estos ángulos, aunque necesarios, han eclipsado una dimensión igualmente relevante: lo que llevamos a la boca y nuestra forma de habitar el mundo.
La producción y preparación de los alimentos, dan forma al tejido cultural de los pueblos. En cada grano, en cada técnica de cocción, se esconde una historia milenaria que conecta con la tierra y sus raíces. Los mayas no solo cultivaban maíz; lo veneraban como origen de la vida misma, incorporándolo a sus mitos de creación donde los dioses moldearon a los humanos con masa de maíz. Su calendario agrícola dictaba los tiempos de siembra y cosecha, alineando ciclos terrestres con movimientos celestes.
Donde las tradiciones culinarias ceden ante lo industrial, la capacidad crítica se debilita. Una alimentación separada de ciclos naturales, del contacto con la tierra, de los rituales y del tiempo, modifica la estructura misma de nuestra conciencia.
Los alimentos encierran relatos. Su industrialización implica una metamorfosis de significados. A través de la historia se han definido cosmogonías y expresiones culturales que fortalecen la identidad y los vínculos sociales.
El despojo de estas prácticas dieron lugar a otras formas de resistencia. Los cantos de trabajo en las plantaciones de algodón y caña de azúcar en América dieron origen al blues y al son. La música se alzó como respuesta al sufrimiento de cuerpos forzados a abandonar sus tierras para servir a monocultivos impuestos. Del dolor de la caña nació la bomba puertorriqueña; del café colombiano, el bambuco; de los campos de arroz en Japón, canciones ceremoniales que medían el ritmo de la siembra.
La comida rápida se transforma en método de comprensión. Digerimos información como alimentos: apresuradamente, sin raíces, sin esfuerzo. El pensamiento reflexivo y analítico requiere pausa, espera, absorción, como un caldo a fuego lento o una fermentación natural. Cuando nuestros alimentos pierden temporalidad, también nuestra mirada sobre el entorno se vuelve impaciente y superficial.
La cruel paradoja de nuestra época: regiones con extraordinaria riqueza natural sufren las peores formas de malnutrición. En Brasil, mientras la selva amazónica alberga miles de frutas silvestres nutritivas, sus habitantes en barrios marginales consumen galletas ultraprocesadas importadas. En México, cuna del maíz con miles de variedades nativas, los niños desayunan cereales azucarados elaborados con maíz transgénico. Las comunidades indonesias, rodeadas de océanos abundantes, compran atún enlatado producido a miles de kilómetros.
La cocina tradicional, incluso en condiciones de escasez, conservaba saberes ecológicos hoy en retirada. Al desaparecer los sabores de la infancia, se diluyen también las referencias emocionales y sensoriales que daban forma a nuestra forma de estar en el mundo.
Preparar alimentos con ingredientes locales era una vía para enseñar ecología, medicina, astronomía, ética. Cuando la industria asume ese lugar, cuando cocinar se convierte en tarea externa, entregamos también parcelas de criterio. Ya no decidimos qué comemos; desconocemos lo que contiene.
En sociedades donde se extinguen mercados locales y ceremonias culinarias, el deterioro mental se propaga de lo individual a lo colectivo. Lo perdido sobrepasa el sabor: se desmorona la lógica que sustentaba formas de organización, economía y transmisión de la memoria.
En países tropicales con tierras fértiles, lo natural se convierte en privilegio. Un plátano orgánico cuesta más que un paquete de galletas industriales. La piña cultivada sin químicos resulta inaccesible para familias locales mientras se exporta a otros mercados. Mientras tanto, en otras naciones, las regulaciones exigen estándares superiores de calidad. Finlandia prohíbe aditivos que inundan los productos latinoamericanos; Japón establece límites estrictos para residuos de pesticidas que en otras latitudes se consideran aceptables.
En México, donde el nixtamal era base de tortillas y cultura, hoy predominan cereales ultraprocesados. La desaparición de variedades nativas de maíz arrastra consigo conocimientos agrícolas y economías locales. Este desplazamiento es el resultado de políticas orientadas al monocultivo y de un discurso que glorificó lo moderno en detrimento de lo propio.
Los monocultivos han redibujado la geografía mundial al servicio de intereses ajenos. En Honduras, la United Fruit Company transformó ecosistemas diversos en extensas plantaciones bananeras, generando una dependencia económica que dio origen al término «república bananera». En Indonesia, las selvas se convierten en plantaciones de palma aceitera para satisfacer la demanda de alimentos procesados occidentales. Estos monocultivos arrasan la biodiversidad, arrasan canciones de cosecha, medicinas tradicionales y festivales estacionales.
Como expresó Laura Esquivel:
«Muchos fueron destetados antes de tiempo, y por eso buscan por la vida algo que los alimente de verdad».
Este patrón se replica en múltiples geografías. En Corea, el tteokbokki callejero sucumbe ante franquicias extranjeras; en India, el Dal casero cede ante fideos instantáneos; en Italia, la «cucina povera», sabia en su aprovechamiento de ingredientes sencillos, se transforma en pasta precocinada.
Nancy Turner, etnobotánica canadiense, documentó que los pueblos indígenas de la costa noroeste de América del Norte han empleado más de 500 especies vegetales para su alimentación, salud y cultura.
Este conocimiento, heredado oralmente, se encuentra hoy en riesgo por la adopción de dietas importadas y el abandono de prácticas ancestrales.
En países ricos en recursos naturales, los supermercados exhiben estantes llenos de productos empaquetados cuyos ingredientes crecen a pocos kilómetros.
La materia prima recorre miles de kilómetros, se transforma industrialmente y regresa en presentaciones irreconocibles, con etiquetas donde los aditivos superan a los alimentos reales. Lo que crece cerca se vuelve inaccesible al ser reenvasado y etiquetado como “premium”.
Cuando alimentarse se vuelve acto solitario y automático, se debilitan los lazos de cuidado mutuo. Una sociedad que abandona sus fogones renuncia a cuestionarse cómo desea vivir. Consume sin discernimiento: comida, ideas, noticias, cuerpos.
Esta pobreza trasciende lo mental a lo económico. Las economías tradicionales de subsistencia demuestran mayor resistencia ante crisis ambientales que los monocultivos.
Sometidas a productos importados y semillas bajo patente, las comunidades ven mermada su libertad decisoria. Se gesta un colonialismo sustentado en dependencia alimentaria que inicia en el estómago y culmina en la mente.
Los reglamentos sanitarios operan con doble estándar: estrictos en naciones desarrolladas, laxos en países biodiversos. Lo rechazado por sistemas europeos encuentra mercado en América Latina o África. Las comunidades que producen los mejores cafés o cacaos del mundo consumen lo peor: bebidas azucaradas, harinas refinadas, aceites hidrogenados. Sus paladares, educados durante generaciones para distinguir sutilezas de sabores naturales, son bombardeados con potenciadores artificiales que adormecen la sensibilidad.
La nutrición no debe divorciarse de la cultura, ni la salud de la autonomía, ni el alimento de la conciencia. Lo que comemos moldea nuestra comprensión y delimita lo que somos capaces de concebir. La dieta social no consiste solo en ingredientes; la constituyen decisiones históricas, balanzas de poder y valores compartidos.
La iniciativa Slow Food ha documentado más de 5,000 productos tradicionales al borde de la extinción, cada uno portador de sabiduría ecológica. En tiempos donde la mirada crítica es necesaria, el primer no sea leer otro artículo o ensayo que exponga está problemática, sino regresar al fuego, volver a sembrar, redescubrir lo que verdaderamente alimenta el alma.
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