
ROMPIENDO DOGMAS
ROMPIENDO DOGMAS
El mundo está lleno de certezas que aceptamos automáticamente.
Desde pequeños aprendemos que ciertas emociones deben expresarse de formas específicas, que algunas ideas representan «la verdad absoluta» o que las enseñanzas de nuestra infancia deben permanecer inalterables.
Esta forma de creer sin cuestionar, esta adhesión rígida a ideas que no permitimos examinar, da lugar a lo que conocemos como dogmatismo.
Aunque solemos asociar el concepto de dogma principalmente con las religiones, su presencia se extiende a otros campos del pensamiento: aparece en ideologías políticas, sistemas educativos, métodos científicos e incluso en nuestras relaciones personales.
Lo reconocemos cuando una idea se vuelve tan sagrada que cuestionarla se considera una ofensa o una traición.
El dogmatismo transforma opiniones, teorías o creencias en verdades absolutas que no admiten discusión. Es como construir murallas alrededor de nuestras ideas, protegiéndolas de cualquier revisión o crítica. Estas murallas mentales nos dan seguridad, pero también nos encierran.
La mirada escéptica
Ya en la antigua Grecia, los escépticos notaron una inclinación a aferrarse a certezas que no se podían demostrar. Los pirronistas los llamaron “dogmáticos”.
Al examinar las doctrinas de su tiempo, Sexto Empírico, principal exponente de esta corriente, estaba documentando una inclinación casi inevitable a buscar certezas, incluso cuando no tenemos plena seguridad de que lo sean.
Durante el siglo XX, el filósofo Willard van Orman Quine puso en entredicho, en su ensayo Dos dogmas del empirismo, la supuesta distinción entre verdades analíticas (ciertas por definición o por lógica) y verdades sintéticas (dependientes de la experiencia), al mostrar que esta división se desdibuja al examinar de cerca cómo funciona realmente el lenguaje y el conocimiento.
Este planteamiento pone en duda los fundamentos intocables en los que se apoya la ciencia. Incluso en el ámbito científico, es posible caer en formas de dogmatismo cuando se defienden ciertos supuestos básicos como verdades incuestionables, dejando de lado la actitud crítica y el examen constante que deberían caracterizar toda búsqueda de conocimiento.
Nuestro conocimiento se organiza como un sistema de creencias interrelacionadas que tocan la experiencia sólo en sus bordes externos.
Cuando la experiencia contradice alguna parte de este sistema, tenemos múltiples opciones sobre qué ajustar, y frecuentemente elegimos preservar las creencias más centrales y arraigadas, modificando otras más periféricas.
El dogmatismo científico por ejemplo, tiende a proteger el núcleo teórico a costa de crear hipótesis auxiliares cada vez más complejas para explicar las anomalías.
Los programas de investigación científica pueden volverse «degenerativos» cuando caen en esta espiral de protección dogmática de sus principios.
El dogma social
En el ámbito religioso medieval, el dogma funcionó como vínculo social y defensa del poder establecido. Los credos cristianos definían con autoridad absoluta lo que un creyente debía aceptar, y cualquier intento de repensar esas verdades podía considerarse herejía, con consecuencias en muchos casos trágicas.
Esta postura aseguraba que la comunidad permaneciera unida bajo una única versión oficial de la fe. El dogma ofrecía así una «garantía de corazón», la certeza reconfortante de compartir verdades inmutables con los demás miembros del grupo.
Cuando todos creemos en las mismas certezas inmutables, experimentamos un sentido de pertenencia y propósito compartido. Por eso las sociedades han desarrollado históricamente sistemas para transmitir y proteger sus dogmas centrales.
las religiones, y por extensión, otros sistemas dogmáticos, sirven para crear «solidaridad mecánica», un tipo de unidad basada en la similitud de pensamiento.
Este lazo comunitario genera estabilidad, pero también resistencia al cambio y hostilidad hacia quienes cuestionan las verdades establecidas.
La antropología de la certeza
Los seres humanos necesitamos interpretaciones estables que nos permitan dar sentido al caos de la experiencia. Necesitamos patrones, explicaciones y predicciones que ordenen nuestro mundo.
Las sociedades tradicionales desarrollan elaborados sistemas clasificatorios que separan lo «puro» de lo «impuro», lo «ordenado» de lo «caótico». Estos sistemas, a menudo reforzados por tabúes y rituales, reducen la ansiedad frente a lo ambiguo. El dogmatismo puede verse, desde esta perspectiva, como una defensa contra la angustia que produce la incertidumbre.
Los dogmas modernos
En nuestra sociedad actual, los dogmas persisten bajo formas que muchas veces no identificamos como tales.
Un ejemplo es el dogma de la meritocracia: la creencia de que el éxito personal depende exclusivamente del esfuerzo individual. Esta idea, cuando se asume de forma incuestionable, ignora las estructuras sociales que favorecen a unos y limitan a otros. Las personas que no logran «triunfar» son culpabilizadas por «no esforzarse lo suficiente», mientras las ventajas estructurales de quienes parten con privilegios quedan invisibilizadas.
También encontramos el dogma que incluye la creencia en el crecimiento económico infinito como único indicador de progreso, la idea de que la tecnología resolverá todos nuestros problemas o la convicción de que el consumo es la principal vía de realización personal. Estas narrativas funcionan como verdaderos credos seculares, raramente cuestionados en el discurso público dominante.
Otro dogma actual es el de la felicidad como responsabilidad individual. Según esta creencia, cada persona tiene el deber de «trabajar en sí misma» para alcanzar la felicidad, independientemente de sus circunstancias externas. Este dogma, promovido por la industria de la autoayuda y ciertos enfoques psicológicos, convierte el malestar social en un problema de actitud personal. La incapacidad para ser feliz se interpreta como un fracaso moral y no como un síntoma de problemas estructurales.
Dogmatismo epistemológico
Existe una corriente llamada «dogmatismo epistemológico». Esta postura plantea que, si algo nos parece evidente y no hay motivos para ponerlo en duda, estamos en nuestro derecho de creerlo. La intención es respaldar ciertas creencias básicas sin necesidad de pruebas, pero eso nos deja ante un problema conocido como la «paradoja del dogmatismo»: ¿cómo justificar que podamos desestimar evidencias que contradicen algo que ya damos por cierto?
Una posible salida a esta dificultad la encontramos en el fallibilismo, desarrollado por Charles S. Peirce. Desde este punto de vista, podemos mantener nuestras creencias mientras no hayan sido desmentidas, pero con la condición de estar dispuestos a revisarlas si aparecen nuevos datos. Así, el conocimiento se apoya en una confianza razonable, combinada con la disposición constante a corregir errores.
Tendemos de forma natural al «sesgo de confirmación»: damos más peso y atención a la información que refuerza lo que ya creemos. La psicología cognitiva ha estudiado este fenómeno, que muestra cómo el dogmatismo tiene raíces en nuestro modo de pensar.
Parálisis y violencia
En el plano cultural, el dogmatismo provoca estancamiento y empobrecimiento. Las sociedades regidas por estructuras inflexibles suelen reprimir la innovación, castigar la disidencia y mantener prácticas superadas. La historia de la ciencia ofrece numerosos casos en los que descubrimientos valiosos fueron postergados durante décadas por el apego ciego a ideas dominantes.
El sociólogo Zygmunt Bauman analizó cómo los dogmas modernos de pureza social y racial culminaron en el Holocausto, y cómo proyectos presentados como «racionales» pueden convertirse en maquinarias de exterminio cuando se apoyan en certezas absolutas. La persecución de herejes durante la Inquisición, las purgas ideológicas en regímenes totalitarios y la negación persistente de evidencias científicas contrarias a creencias arraigadas dejan claro el alcance destructivo del pensamiento cerrado.
Burbujas informativas y polarización
Las tecnologías digitales han creado nuevas dinámicas que intensifican las tendencias dogmáticas. Los algoritmos de recomendación nos conectan principalmente con información que confirma nuestras creencias previas, creando «cámaras de eco» donde rara vez encontramos perspectivas divergentes.
Los matices, dudas y concesiones reciben menos atención que las afirmaciones contundentes y las demonizaciones del adversario. Esta dinámica favorece la fragmentación social en tribus ideológicas cada vez más aisladas y hostiles entre sí.
El dogmatismo como mecanismo de poder
Michel Foucault analizó cómo los discursos dogmáticos sobre la sexualidad, la locura o la criminalidad han operado históricamente como formas de control sobre los cuerpos y las conciencias. Las llamadas «verdades incuestionables» acerca de lo que se considera una conducta aceptable moldean la realidad. Afirmaciones como “así es la naturaleza humana” o “así funciona la economía” tienden a presentar como inevitables construcciones sociales que, en realidad, responden a intereses concretos.
El dogmatismo nunca es políticamente inocente. Las certezas absolutas tienden a favorecer a determinados grupos, aunque se presenten como verdades universales. Por eso, muchas luchas emancipadoras comienzan precisamente desmontando esas supuestas evidencias que legitiman el orden existente.
La duda puede ser una forma de defensa contra los excesos de la razón cuando se transforma en dogma.
Cultivar esta actitud, dispuesta a revisar, a preguntar de nuevo, a suspender el juicio cuando sea necesario, fortalece el conocimiento. Solo un pensamiento consciente de sus propios límites puede aspirar a comprender sin imponerse. Frente al impulso de asegurarlo todo, pensar con rigor implica aprender a avanzar también sin garantías.
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